Con frecuencia la biodiversidad ha sido considerada en las evaluaciones de los recursos y servicios de los ecosistemas únicamente como un producto o consecuencia del funcionamiento de la naturaleza y, por ello, componente esencial de un hipotético capital natural susceptible de irse acumulando. Se olvida que también la biodiversidad es una parte del mecanismo. Permite el funcionamiento de los ecosistemas, su persistencia, que depende de las adaptaciones e interacciones entre las especies, de las redes de transferencia de energía y materiales.
Considerando este carácter de la biodiversidad como proceso inherente a los ecosistemas, el objetivo de este artículo es analizar cómo debe ser incorporada e interpretada como parte de las “soluciones basadas en la naturaleza”. Resulta por ello necesario documentar las experiencias que nos muestran la biodiversidad domesticada como una consecuencia de la adaptación de las sociedades humanas, creando nuevos recursos adaptados también a condiciones ambientales muy variadas.
De hecho, el espectacular éxito evolutivo de los seres humanos se asocia a su capacidad de interferir en el funcionamiento de la biodiversidad dando origen, ya claramente desde el Neolítico, a ecosistemas modificados (los agroecosistemas), que les permitieron desde entonces dirigir en provecho propio los flujos de productividad de un grupo de plantas y animales seleccionados. El proceso consistió en cambiar las relaciones entre especies, las de competencia y depredación entre otras, favoreciendo un nuevo patrón de biodiversidad característico de los agroecosistemas. Aunque más de 7000 especies de plantas, han sido utilizadas (no solo como alimento) a lo largo de historia de la humanidad en la actualidad el grupo de especies con alguna importancia en la agricultura se han reducido a unas 150 y la alimentación humana depende de unas 12 especies vegetales y 5 especies animales que aportan más del 70% de las necesidades calóricas (Esquinas, 2011). Esta situación de dependencia limitaría las posibilidades de la humanidad para afrontar los desafíos de sostenibilidad que nos plantea el siglo XXI.
Podemos considerar, por tanto, el manejo de la agrobiodiversidad como un mecanismo de adaptación. Gracias a ella los seres humanos han podido satisfacer sus necesidades de alimentación y obtener otros servicios para mejorar su bienestar. El desarrollo de la agrobiodiversidad es resultado de la intervención humana y de la acción de la selección natural durante milenios (Smith, 2011; Zeder, 2012), una consecuencia a la vez ecológica y cultural, que podemos llamar eco-cultural. Debido a ello, la agrobiodiversidad debe ser considerada como un elemento central en las dimensiones social y ambiental de la sostenibilidad (Gómez Sal, 2014; Díaz et al., 2015).
A pesar de su importancia, la agrobiodiversidad se encuentra gravemente amenazada y desde la Cumbre de la Tierra en 1992, el Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) incluyó entre sus objetivos la conservación y el uso sostenible de las variedades vegetales y las razas de animales domésticos. Casi 30 años más tarde, los avances en este sentido han sido escasos y gran parte de las variedades y razas autóctonas se encuentran en vías de desaparición. Al mismo tiempo, se reconoce su potencial para enfrentar los retos sociales y ambientales del s. XXI. Según el CDB la agrobiodiversidad integraría “todos los componentes de la diversidad biológica relevantes para la alimentación, la agricultura y los agroecosistemas, comprendiendo la variedad y variabilidad de plantas, animales y resto de organismos —considerados a nivel genético, de especie y ecosistémico—, necesarios para sostener las funciones, estructuras y procesos de los agroecosistemas” (COP-5, 2000).